En el anterior número de LA FORJA publicamos
un artículo, titulado El feminismo que viene, en el que tratábamos de
mostrar —a través del caso especial del feminismo— cómo el reformismo, en la
era del capitalismo monopolista y cuando el ambiente general no está
influenciado en ningún sentido por la revolución, se torna reaccionario, se
instala en el poder e, incluso, alimenta las tendencias ultras que el
Estado burgués experimenta en esta época. La intención de ese artículo es la de
iniciar la crítica del reformismo desde las posiciones teóricas del comunismo,
con el fin de deslindar los campos de la revolución y de la contrarrevolución,
tarea imprescindible para la Reconstitución. Nuestro movimiento lleva tanto
tiempo conviviendo con el oportunismo que ha terminado confundiéndose con él y
confundiendo a la vanguardia en numerosas cuestiones que tocan con la identidad
y la singularidad de la táctica y de la línea política proletarias. Es hora ya
de desbrozar este terreno y volver a clarificar dónde está la frontera entre lo
que se corresponde y no con los principios del comunismo. La tesis principal
que defendemos es que, a diferencia tal vez del siglo XIX, no es factible
el desarrollo de la revolución desde el reformismo, no es posible el salto por
acumulación de la reforma a la revolución (táctica predominante entre la
vanguardia y adoptada con la burda excusa de la acumulación de fuerzas).
La etapa actual de la evolución del capitalismo, el alto grado de desarrollo histórico
alcanzado por la lucha de clases del proletariado y la ausencia de todo
contexto revolucionario favorable, lo hacen imposible, imposibilitan toda
construcción de un movimiento revolucionario desde la elevación de la
lucha de resistencia de las masas. Esta lucha sólo podrá incorporarse a un
movimiento revolucionario que, por muy incipiente que sea, exista previamente.
Esta cuestión es de vital importancia para la táctica
revolucionaria del proletariado, pues su solución indicará cuál será el punto
de partida que tomará la vanguardia para abordar las tareas de la revolución.
De hecho, los distintos destacamentos de vanguardia pueden —como así es—
coincidir en los objetivos estratégicos a corto plazo del movimiento comunista,
como es la construcción del Partido Comunista, pero alejarse adoptando perspectivas
totalmente antagónicas sobre el camino que debe recorrerse hasta alcanzar esos
objetivos, en función de la posición adoptada en relación con aquella cuestión.
Para nosotros, desde luego y como ya hemos reiterado en sucesivas ocasiones, no
es posible alcanzar una perspectiva correcta al respecto sin antes haber
resuelto el Balance del Ciclo de Octubre. Sin embargo, esto no quita para que
todo espíritu libre de prejuicios, aplicando el método científico del
materialismo histórico a la realidad actual de las clases y de la lucha de
clases, pueda captar algunas manifestaciones casi obvias de esa tendencia; y
aunque no le sea permitido comprender la naturaleza completa de sus causas, sí,
al menos, prevenirse contra todo modelo político aparentemente incuestionable,
por muy sancionado que parezca estar por la tradición, en cualquier caso,
fracasada.
El movimiento obrero actual, prácticamente reducido al
sindicalismo, es una muestra ejemplar de ese fenómeno de transformación del
carácter de los movimientos sociales reformistas y de la sistemática tendencia
a su instrumentalización por la clase dominante. Este hecho es del dominio
público. Las masas ya lo perciben y sólo cierta vanguardia se resiste a
abrir los ojos ante la verdad, confiando todavía en hacer del sindicato un
organismo revolucionario. Por el contrario, el sindicato moderno es el
paradigma de la utilización por parte del capital de la lucha de resistencia de
las masas, y ha servido de modelo a imitar por todos los movimientos
reformistas. De este modo, aunque el mencionado artículo se centraba en el
feminismo, hubimos de introducirlo haciendo mención del sindicato obrero
moderno, con el fin de presentar las características que hacen de él ese
prototipo de integración funcional en el sistema. Sin embargo, en ese breve introito,
nos limitamos al aspecto formal del sindicalismo, a su relación con el
entramado jurídico-institucional del Estado burgués. Ahora, toca contribuir a
desvelar el aspecto material del asunto, acercándonos a la relación del
sindicalismo con el entramado económico del actual modelo de acumulación
capitalista. Sin ninguna duda, las conclusiones de esta breve visita por los
entresijos de las relaciones sociales y políticas del capitalismo moderno
ayudarán al correcto diseño de una táctica política verdaderamente comunista.
Evolución histórica del
sindicalismo
En 1920, en el contexto de los debates sobre la línea
de masas de los partidos comunistas durante el II Congreso de la Internacional
Comunista, Lenin sintetizó magistralmente el sentido histórico de la evolución
del sindicalismo:
“Los sindicatos fueron
un progreso gigantesco de la clase obrera al iniciarse el desarrollo del
capitalismo, pues significaban el paso de la dispersión y la impotencia de los
obreros a los rudimentos de su unión como clase. Cuando comenzó a
extenderse la forma superior de unión clasista de los proletarios, el
partido revolucionario del proletariado (que será indigno de este nombre
mientras no sepa agrupar a los líderes con la clase y las masas en un todo
único e indisoluble), en los sindicatos empezaron a manifestarse fatalmente ciertos
rasgos reaccionarios, cierta estrechez gremial, cierta tendencia al
apoliticismo, cierto espíritu rutinario, etc.”(I)
Independientemente de los derroteros por los que se
dirigió el debate en aquel Congreso y la posición de Lenin en él —posición
inaplicable hoy, dada la enorme distancia y diversidad de circunstancias que
rodean al movimiento comunista de entonces en comparación con el de hoy—, e
independientemente de la importancia de la definición de Lenin del Partido
Comunista como “forma superior de unión clasista” —en sintonía perfecta con
nuestra Tesis de Reconstitución, a la vez que escollo difícil de
compaginar con la visión organicista del Partido, dominante entre los
destacamentos de vanguardia—, que no vamos a tratar, lo importante consiste en
resaltar que, ya en 1920, Lenin detecta la tendencia reaccionaria que comienza
a embargar al sindicato, precisamente —y esto no es en absoluto casual— cuando
nace una forma nueva, progresiva y superior de organización del movimiento
obrero. Esta valoración es fundamental porque sirve de necesario punto de
partida, en tanto que ofrece la panorámica histórica de la evolución del
proletariado como clase organizada para su lucha de clases. Sin embargo, esta
perspectiva ha sido abandonada, cuando no despreciada, por los autodenominados marxistas-leninistas.
En cuanto a las bases económicas de esa evolución, los
resultados de ésta se harán más ostensibles algunos años después de la
apreciación leniniana. La socialización de las fuerzas productivas alcanzó tal
grado, después de la Segunda Guerra Mundial, que ya no bastó el monopolio para
resolver las contradicciones que generaba el mercado: se hizo preciso el Estado
monopolista. La involucración directa del Estado burgués en la gestión de los
intereses de la clase capitalista y en la regulación del sistema de relaciones
de producción capitalistas erigió un modelo de acumulación fundado en el capitalismo
monopolista de Estado, que, a su vez, traía de la mano al sindicato como cogestor. Y
la involucración del sindicato en la cogestión de los intereses de la clase
capitalista suponía la entrada de un sector privilegiado del proletariado, la
aristocracia obrera, en el bloque de alianzas del gran capital financiero, por
un lado, y, por el otro, suponía la conversión del sindicato en apéndice del
aparato del Estado.
Este fenómeno conlleva ciertas consecuencias que, no
por harto evidentes, pasaron desapercibidas en su momento. En primer lugar, el
escenario social de posguerra, la correlación de fuerzas entre las clases entre
1950 y 1975, permite derribar un mito que fue pieza clave del paradigma
revolucionario vigente durante todo el Ciclo de Octubre, según el cual, la
clase obrera sólo podía acceder al poder como clase revolucionaria. Esta
presunción se basaba en la tesis economicista-espontaneísta del carácter
revolucionario del proletariado dado, no por su conciencia socialista o
comunista, sino por su modo de existencia, por el reflejo inmediato en su
conciencia de la posición que ocupa en el proceso de producción y de la
oposición existente entre sus intereses y los del capital. La participación, en
los países imperialistas, de una fracción del proletariado de amplia base
social —en muchos casos mayoritaria— en el sistema de relaciones de poder era
consecuencia del lugar que ocupan esos países en el entramado internacional de
relaciones económicas y del pacto firmado por esos sectores de la clase obrera
con el capital para compartir los frutos de la explotación imperialista de los
países oprimidos. El reflejo en la conciencia de los obreros de aquella
posición económica que ocupaban no impidió el pacto, sino, muy al contrario,
supuso un espaldarazo para la influencia reformista de la socialdemocracia
entre las masas, conformistas de bastante buen grado. Por consiguiente, el
proletariado entraba por primera vez en el escenario de la historia como clase
dominante reaccionaria. Ningún momento mejor para recordar la oportunidad, el
acierto y el nada superfluo calificativo añadido por Marx al poder obrero
cuando lo definió, en su Crítica del Programa de Gotha, como dictadura revolucionaria.
Y eso que en aquella época nadie pensaba que el proletariado pudiese acceder al
poder en otras condiciones y con un programa distinto de la revolución. Décadas
después, sin embargo, aunque continuaba siendo correcta la tesis marxista de
que el proletariado es la última clase social de la historia y de que de ella
no puede surgir una nueva clase, era preciso matizar ya que, bajo ciertas
condiciones, el obrero en el poder podía convertirse o asimilarse en alguna
especie de las viejas clases; al mismo tiempo, se ponían de manifiesto, en toda
su crudeza, todas las consecuencias del hecho constatado por Lenin de la
escisión histórica del movimiento obrero en dos alas. Todo esto, acarreará,
naturalmente, la quiebra de otras tesis políticas que la socialdemocracia y el
revisionismo sostenían gracias al señuelo de la conquista del poder por
los trabajadores.
El programa de extensión de la economía pública que,
junto a las políticas sociales, se aplicó predominantemente durante la
posguerra bajo los auspicios del codominio político del obrero de cuello
duro, permitieron y permiten aún más hoy refutar, del mismo modo, otra
vieja opinión, también vigente a lo largo del ciclo revolucionario y aplicada
tanto por socialdemócratas como por trotskistas, estalinistas y
revisionistas, que igualaba estatalización de la economía con socialización
de la economía, o, lo que es lo mismo, que presumía suficiente la apropiación
de los medios de producción por el Estado para hablar de socialismo (de ahí la vía
pacífica hacia el socialismo de la socialdemocracia y del eurocomunismo; de
ahí la búsqueda afanosa por los soviéticos de la hegemonía de la propiedad
estatal sobre otras formas económicas, hegemonía que garantizaría, según ellos,
la sociedad socialista completa), tanto más si en la configuración
gubernamental de ese poder político participaba la clase trabajadora a través
de sus partidos de izquierda. La historia ha demostrado de manera
meridianamente clara la falsedad de la tesis del socialismo como conjunción de
la titularidad política del poder del Estado y de la titularidad jurídica de
los medios de producción. El correlato de esta refutación supone la bancarrota
del punto de vista econimicista, materialista vulgar, del marxismo, según el
cual la apropiación de los medios de producción traerá consigo el control de la
sociedad por parte de las masas. El dominio del pensamiento metafísico en la
vanguardia del movimiento obrero permitió que terminase dominando la lógica
mecanicista que suplantaba toda la labor de revolucionarización consciente de
todas las relaciones sociales —cometido que da sentido a la Dictadura del
Proletariado— por la vana esperanza de que el cambio de las relaciones de
propiedad en la base económica propiciase el cambio de las relaciones en el
resto de las esferas sociales. No es extraño que todos los partidos obreros
terminasen eliminando, antes o después —o no aceptando nunca—, la Dictadura del
Proletariado de su propaganda y de sus programas políticos, pues el principal
instrumento de la acción revolucionaria consciente de las masas resulta
superfluo cuando se espera que la socialización de la economía traiga la
conciencia socialista de la mayoría.
Carácter de clase del
sindicalismo moderno
Esta ideología contrarrevolucionaria era, en
definitiva, la expresión de la posición reaccionaria alcanzada con el codominio
político de importantes sectores de la clase obrera en los países
imperialistas. Con motivo de la cuestión irlandesa, Engels ya había
advertido de las consecuencias nefastas que para la lucha de clases
revolucionaria del proletariado podía acarrear el hecho de que las masas laboriosas
estuviesen ubicadas en el contexto de las relaciones económicas internacionales
como parte de la nación colonialista(II). El monopolio colonial inglés, que
generaba esta situación respecto de la inmensa mayoría del proletariado del
país, se transformó en oligopolio en la época imperialista, y afectó a las
clases subsidiarias de varias naciones. El fenómeno se manifestaba bajo la
forma de cristalización de una capa de aristocracia obrera por encima de
la masa de trabajadores. La tesis clásica, elaborada por la Komintern, decía
que esta minoritaria fracción privilegiada era la que constituía la base social
de la socialdemocracia y el reformismo, y que, al mismo tiempo que se
comportaba en función de intereses de clase pequeñoburgueses, actuaba como
agente de la burguesía en el seno del movimiento obrero(III). Este razonamiento permitía suponer que
la concreción del fenómeno histórico de escisión del movimiento obrero se
verificaba dentro del partido obrero y, de manera mucho más acentuada, del
sindicato (y no en el ámbito general de la clase) bajo la forma de oposición
entre elite y masa obreras, de contradicción entre espíritu pequeñoburgués y verdadera
conciencia de clase proletaria (y no entre movimiento obrero revolucionario de
masas y movimiento obrero reaccionario de masas, independientemente de sus
formas organizativas). De este modo, se creaban las condiciones para la teoría
de la conspiración o de la traición de esa capa privilegiada
respecto de los verdaderos intereses de las masas. La táctica comunista,
entonces, consistiría en combatir, en el seno de esas bases de masas
organizadas, el engaño a que les sometían sus dirigentes, con el fin de
elevar su natural conciencia de clase proletaria hacia la
conciencia revolucionaria(IV). Evidentemente, la primera consecuencia
de esta concepción fue la obliteración de todo posible desarrollo de la tesis
referida a una “forma superior de unión clasista” para el proletariado —que
queda reducida a fórmula hueca— y, en consecuencia, la pérdida de sustantividad
de la idea leninista de partido de nuevo tipo en la construcción del
proceso revolucionario y del Partido Comunista en la visión del proceso
revolucionario, y la progresiva asimilación de éste a una noción formalista que
permitía que fuese identificado con cualquier grupúsculo de vanguardia con tal
de que aceptase una serie de preceptos y de que se dirigiera inmediatamente a
la conquista de aquellas masas para generar movimiento. La visión del movimiento
revolucionario como Partido —cuyo origen está en Marx y que el bolchevismo
aplicó exitosamente— era sustituida por la de movimiento de masas influido y
dirigido externamente por una organización de vanguardia. La segunda
consecuencia consistía en que se olvidaba el punto de vista coherentemente materialista,
porque se explicaba la hegemonía pequeñoburguesa en las organizaciones
obreras de masas desde el supuesto predicamento de un discurso ideológico aparentemente
ajeno y se posponía el análisis de las bases materiales, económicas y sociales,
del fenómeno: el soborno de la aristocracia obrera podía ser explicado por el
pillaje imperialista, pero la receptividad de las grandes masas a su
influencia, ¿podía tener solamente fundamentos ideológicos o éticos? En agosto
de 1914, la sorpresa de la traición de la socialdemocracia alemana permitía
todavía circunscribir el papel de la dirección del partido obrero en el marco
explicativo de la teoría de la conspiración, pero el comportamiento de la gran
masa del proletariado durante la experiencia de la revolución alemana entre
1919 y 1923 (insurrecciones de la vanguardia aislada y permanente apoyo
electoral a socialpatriotas y partidos de derecha) debió hacer reflexionar más
profundamente a la Internacional sobre las verdaderas razones socioeconómicas
del apoyo del grupo parlamentario socialdemócrata a la guerra imperialista. Esa
reflexión hubiera permitido detectar tempranamente los límites de la teoría de
la conspiración y su dualización maniquea de las organizaciones obreras,
hubiera puesto en cuestión la táctica basada en las expectativas generadas por
el movimiento espontáneo revolucionario de masas y hubiera permitido
calibrar más atinadamente la verdadera amplitud social, de carácter masivo, de
los sectores de la clase obrera que compartían o deseaban compartir “las
cadenas” del imperialismo alemán. Pero el miedo a las consecuencias teóricas de
la consideración del alcance cuantitativo y del peso social de la fracción privilegiada
del proletariado alemán, y, por extensión, del de todas las potencias
imperialistas, permitió que sobrevivieran tesis políticas que rompían
claramente con las bases del marxismo.
Ese conjunto de tesis ha impedido resolver el problema
del trabajo comunista en los sindicatos, entendidos como órganos de
encuadramiento de masas por el Estado capitalista. El principal obstáculo es la
vigencia de la definición del sindicato como organización para la defensa de
los intereses del obrero como propietario de mercancías, para la defensa del
valor de su fuerza de trabajo, y como primera escuela de lucha y de conciencia
proletaria; en definitiva, como organismo independiente en origen tanto del
capital como de la vanguardia revolucionaria. Prescindiendo de que esta visión
pueda tener fundamento histórico y de que, aunque de manera residual y
subsidiaria, los obreros recrean continuamente ese organismo como reacción al
amarillismo del sindicalismo dominante, lo importante es que, por un lado, deja
de lado las consecuencias políticas de la consideración actual del sindicato
moderno en su evolución histórica (la profundización de esos “rasgos
reaccionarios” de los que habló Lenin, más notables cuanto más desarrolló el
proletariado su lucha de clases revolucionaria a lo largo del Ciclo), y que,
por otro, esa visión ha prescindido de todo contexto global y se contenta con
contemplar al sindicato de manera aislada, independientemente del conjunto de
relaciones de clase. En concreto, si el sindicato ha sido integrado como
cogestor de los intereses capitalistas, entonces, no defiende los intereses
sociales de clase del obrero, ni tampoco sus intereses pequeñoburgueses como
propietario individual de la mercancía fuerza de trabajo, sino los de la
burguesía capitalista como clase. Esto, que debería ser obvio, constituye todo
un escollo intelectual y una aberración política para el puritanismo obrerista
de nuestros comunistas sindicalistas. El sindicato de hoy es algo más que mera
correa de transmisión del capital en el seno del movimiento obrero, y la
aristocracia obrera ya no puede ser contemplada como fracción social
pequeñoburguesa. Ambos son organismos sociales de la gran burguesía, y su
interés común radica en la correcta reproducción de las relaciones sociales
capitalistas. Por ejemplo, en el Estado español, en los diez primeros meses de
2005, los grandes sindicatos pactaron 2.437 expedientes de regulación de
empleo, que afectaron a 44.353 trabajadores (el 11’5% más que en el mismo
periodo de 2004); por otra parte, en la junta de accionistas del BBVA,
celebrada en marzo de este año, CC. OO. y UGT se personaron como socios
propietarios de casi 3 millones de títulos. En otras palabras, el sindicalismo
moderno no sólo vela por la buena marcha de la tasa de beneficios del capital,
sino que vigila por sus propios intereses como capitalista. El entrelazamiento
cada vez más vigoroso entre la aristocracia obrera y el Estado ha convertido al
sindicato en algo más que un cogestor del capital, lo ha hecho socio
capitalista. El obrero despedido por el sindicato de turno que firma el
expediente de crisis es la imagen del destierro definitivo del sindicalismo de
toda expectativa de clase ajena al capital, y el símbolo de que el sindicato ha
consumado su transformación en lo contrario de lo que fue en sus orígenes
históricos. Los diseñadores de las estrategias sindicales se han convertido en
auténticos cuadros del capital, que barajan las variables y los factores
económicos —incluidos la masa laboral en activo y la masa de parados— como verdaderos
businessmen, atendiendo siempre al punto de vista de las necesidades de
la acumulación capitalista. El viejo sindicalismo de clase es residual o
está marginado, a la espera, quizá, de crecer en la única dirección que le
permiten las relaciones de clase del capitalismo maduro: la integración en el
aparato de reproducción de las relaciones de dominación económica, política e
ideológica del capital. El viejo sindicalismo ha pasado a la historia y es imposible
su reconstitución. Los intentos en este sentido son reaccionarios, porque no
han comprendido las consecuencias de la evolución del sindicalismo como
instrumento particular de la lucha de clases proletaria, ni han asimilado los
logros del desarrollo general alcanzado por la experiencia histórica de esa
lucha, al mismo tiempo que pretenden recuperar una supuesta plataforma desde la
que construir una entelequia de movimiento obrero independiente. Pero el
sindicato no genera ni una ideología obrera pura, ni una ideología
pequeñoburguesa desde cuya dualidad (pequeñoburgués = trabajador + propietario)
pueda justificarse una actividad práctica revolucionaria (basada en
educar la parte obrera de la conciencia del trabajador). El sindicato sólo
genera conciencia de clase burguesa; y sólo es posible combatirlo desde la
conciencia comunista y desde el Partido Comunista. No hay terceras vías a
lo Marta Harnecker, no existe la evolución natural del sindicalismo al
comunismo, ni de la conciencia obrera a la conciencia revolucionaria. El
comunismo es la única expresión revolucionaria y la única forma de conciencia
verdaderamente proletaria, contraria a la forma burguesa que el obrero
reproduce espontáneamente. El proletariado, o se incorpora a la revolución con
el Partido Comunista, o se incorpora a la reacción desde alguno de sus
organismos de masas, como el sindicato. No hay alternativa posible. Las elites
dirigentes de los sindicatos no son unas engañabobos; en general, representan a
la capa privilegiada de aristocracia obrera, que no se limita a una elite
burocrática, sino que tiene carácter de masas, precisamente de las masas que
encuadran esos sindicatos y las demás sobre las que ejercen su influencia. Al
mismo tiempo, la ideología de esas elites se corresponde con la de la base
social que representa, y el carácter de esta ideología no es pequeñoburgués,
sino plenamente burgués, porque responde a los intereses y a las necesidades
del capital, de su ciclo de reproducción a escala internacional y a los de su
Estado y su sistema de legitimación. La vinculación de la aristocracia obrera
con el imperialismo quedó demostrada con la invasión de Irak, en 2003. La
pasividad de los grandes sindicatos (sólo CGT convocó la huelga general, que
fue minoritaria, y UGT se limitó a solicitar un ridículo paro de dos horas),
que reflejaba un apoyo fáctico al intervencionismo, en el contexto de las grandes movilizaciones
de masas —dirigidas por otras organizaciones y por otras clases— en el Estado
español, demostró el verdadero rol del sindicalismo moderno.
La táctica de los comunistas
hacia los sindicatos, hoy
La insistencia por parte de un importante sector de la
vanguardia en ir a las masas, al sindicato de manera inmediata, con el
fin de revitalizar el verdadero sindicalismo, el sindicalismo de
clase, como el medio adecuado para construir los instrumentos (el sindicato
de clase, el partido revolucionario, etc.) y el movimiento revolucionario, no
conduce más que a la reedición de los errores de la III Internacional (que
exageró la oposición entre dirección sindical y bases obreras y despreció el
aspecto de unidad entre ambas), y no demuestra sino la falta de un análisis
marxista y el afán por repetir estereotipos y copiar fórmulas gastadas. No
negamos la necesidad de que los comunistas conquisten a las masas de los
sindicatos, ni que los comunistas vayan a los sindicatos (en la medida que
tengan masas, pues no olvidemos que, en tanto que parte del aparato del Estado,
la relación del sindicato con las masas es cada vez menos un vínculo militante
y cada vez más una sujeción burocrática), pero a condición de la previa
Reconstitución del movimiento revolucionario, del Partido Comunista. La
historia ha demostrado que la actividad comunista en los sindicatos sólo da
frutos si se realiza desde “la forma superior de unión clasista de los
proletarios”. En la lucha de clases contemporánea, la vieja forma de
organización, el sindicalismo —entendido tanto en el sentido político como
ideológico del término—, ha generado mecanismos para oponerse y resistirse a la
introducción de la nueva forma de organización, de modo que hace imposible la elevación
de la conciencia de los obreros hacia la revolución desde la lucha económica,
de modo que bloquea la transformación de la resistencia en revolución. Sólo
mentalidades ajenas a la dialéctica pueden negarse a comprender esta verdad. La
crisis del modelo de acumulación basado en el Estado monopolista que sufrió el
capitalismo a principios de los 70, y que obligó a un proceso de reestructuración
en los términos del neoliberalismo que aún perdura hoy, conllevó —y conlleva—
una fuerte presión sobre importantes sectores acomodados de la clase
obrera de los países imperialistas, que les obligó a rechazar el sindicalismo
oficial y a buscar nuevas fórmulas autónomas de organización y defensa de sus
posiciones económicas. Pero estas experiencias, fundadas en el espontaneísmo y
en la recuperación de modelos asamblearios y protosindicales, fracasaron porque
terminaron derivando en el terrorismo o recayendo en el sindicalismo de cuño
tradicional, demostrando una vez más los límites de todo proyecto político que
pretenda construirse desde el viejo postulado de la unión económica de los
obreros y desde su conciencia espontánea burguesa.
De hecho, si nos interrogáramos sobre el origen de ese
postulado y de la táctica que espera construir el sujeto revolucionario desde
la vieja forma de unión clasista, la respuesta no la hallaríamos, desde luego,
en el marxismo. Más bien, en su interpretación revisionista. Cuando, en los
debates de la AIT sobre el valor de las tradeunions, Marx define su
posición, en un famoso pasaje tantas veces citado, dice que: “Si en sus
conflictos diarios con el capital [los obreros] cediesen cobardemente, se
descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura”. Y
que, en su lucha de resistencia, la clase obrera: “No debe, por tanto,
entregarse por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente
provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del
mercado”(V).
Es decir, Marx justifica y apoya la lucha sindical, pero establece una ruptura,
un hiato, entre este tipo de lucha y la que puede terminar con el sistema de
trabajo asalariado. Primero, porque interpone un vínculo entre ambas sólo de
carácter espiritual, no material: la lucha de resistencia habilita sólo
moralmente, no organizativa ni ideológicamente, para luchas “de mayor
envergadura”. Segundo, porque distingue y separa claramente un tipo de lucha,
la “guerra de guerrillas” económica, de la guerra revolucionaria contra el
capital, y advierte que la clase no puede invertir todos sus esfuerzos en
aquélla, sugiriendo que también debe preocuparse de entablar simultáneamente
ésta. Podemos sobreentender que esos dos tipos de guerras terminarán
uniéndose —como planteó Lenin—, pero no que en la visión de Marx de la
correlación entre ambas formas de la lucha de clases proletaria exista
continuidad. Quienes interpretan a Marx en la línea de que la vanguardia debe
imponerse la tarea de forjarse en el frente de resistencia de las masas,
desatendiendo su deber de ampliar el radio de acción de la lucha de clases
proletaria hacia el campo de la política revolucionaria, abriendo el terreno
para una guerra “de mayor envergadura” contra el capital, reducen el marxismo a
puro sindicalismo.
En cualquier caso, la evolución del sindicalismo no ha
hecho más que ratificar, en el peor sentido, el destino augurado por Marx al
tradeunionismo. La sola lucha contra los efectos del sistema capitalista no
sólo no ha educado ni elevado la conciencia de la clase, sino que ha terminado
desmoralizándola y desautorizándola para batallas mayores. El sindicato, por su
parte, se ha adaptado estructuralmente a esa evolución. El viejo sindicalismo
organizaba a los obreros en torno a cajas de resistencia. Esto garantizaba su
independencia como clase y permitía que la finalidad de cada lucha persiguiera
la derrota del adversario, del patrón o del Estado. Naturalmente, esta fase se
corresponde con un grado de desarrollo —la formación del proletariado como
clase social— en el que los éxitos sobre el enemigo no podían sobrepasar el
estrecho marco económico de la confrontación obrero-patrón. Se trata de
victorias parciales que servían de motor del desarrollo proletario en
conciencia y en organización(VI). Este modelo sindical, basado en la
correlación lucha-concertación-lucha, partía del presupuesto del
antagonismo entre clases y buscaba la continuidad y el desarrollo de esa
contradicción, siendo los momentos intermedios de conciliación episodios de
tregua para la recomposición o preparación de la lucha subsiguiente con fuerzas
renovadas. Sólo cuando sobre esta base tiene lugar el desarrollo político del
proletariado hasta un grado suficiente, que acompaña y es paralelo al
desarrollo del capitalismo como modo de producción y a su entrada en su fase de
crisis general (imperialismo), es decir, sólo cuando surgen las condiciones
objetivas y subjetivas que hacen posible la derrota del enemigo como clase,
sólo cuando es posible ampliar el campo de batalla entre el obrero y el patrón
individuales hasta el nivel de la guerra de clases entre el proletariado
revolucionario (Partido Comunista) y el capital (Estado), el sindicalismo deja
de ser el epicentro del desarrollo del movimiento obrero y comienza a adoptar
esos “rasgos reaccionarios”. Este resultado histórico consiste en la
transformación del sindicalismo en su contrario en cuanto a su contenido clasista,
que políticamente se concreta en la inversión de su modelo organizativo, que
pasa a sustentarse sobre la correlación concertación-lucha-concertación.
Este modelo se funda en la liquidación de las cajas de resistencia como base de
la acción sindical, en su sustitución por la mesa de negociación y en la
dependencia política del sindicato a través de su financiación por el capital
(la empresa y el Estado sostienen a los liberados y el aparato sindicales),
presupone la conciliación entre clases y persigue la paz social, pasando la
lucha a jugar el papel de mero episodio intermedio para la medición testimonial
de fuerzas de cara siempre a la negociación y al pacto social como objetivos
incuestionables. En esta fase de desarrollo de la lucha de clases, la burguesía
reconoce legalmente el derecho a la existencia de la otra clase como sujeto
jurídico y su derecho a la defensa de sus intereses propios, particulares y
específicos, diferentes por naturaleza de los de los demás grupos sociales;
pero, al mismo tiempo, limita este derecho al plano económico. La burguesía
reconoce al proletariado como clase jurídicamente en tanto que negociador
colectivo, es decir, lo reconoce como clase económica; pero, al mismo tiempo,
prohíbe la huelga solidaria, la huelga política; en definitiva, materialmente
no lo reconoce como clase política. La burguesía acepta formalmente el derecho
del proletariado a la lucha de clases al mismo tiempo que encorseta ese derecho
en un marco legal lo suficientemente estrecho para que no sea peligroso.
Naturalmente, desde el punto de vista político-social, quien realiza esta
transacción, quien pacta el cambio de modelo estructural del sindicalismo y
quien acepta las nuevas reglas del juego es la aristocracia obrera, que, de
este modo, se apropia del sindicato. Desde el punto de vista político-jurídico,
esa limitación del marco de actuación legal de la lucha obrera pone en
evidencia el techo infranqueable que el reformismo sindicalista impone al
desarrollo de la lucha de clases, en general, y al desarrollo del proletariado
como clase política, en particular, sobre todo cuando la madurez alcanzada por
el proletariado como clase en el plano histórico ha sobrepasado hace mucho los
límites de ese techo. Por esta razón, en la actualidad, el desarrollo del
proletariado como clase política sólo es posible como clase revolucionaria,
esto es, desde fuera de esa legalidad y desde fuera de su movimiento económico,
de su movimiento reformista, que es el reflejo en términos políticos de su
condición restringida como clase económica. Y por esta razón, el retorno
de los comunistas al sindicalismo como epicentro del desarrollo político de la
clase obrera supone dar un gigantesco paso atrás, se trata de un proyecto
reaccionario que sólo expresa nostalgias del pasado o que pone en evidencia el
deseo oculto de postergar el enfrentamiento del proletariado con el capital en
términos de guerra revolucionaria.
Es en estos términos que rechazamos la línea de masas
sindicalista, la consigna de ir inmediatamente a los sindicatos para ganar a
las masas frente al oportunismo de sus direcciones. No abandonamos los
sindicatos por reaccionarios, como reprochaba Lenin al ala izquierdista de la
Komintern, durante su II Congreso(VII), sino por los motivos expuestos, que se
encierran en las tres conclusiones siguientes: primero, porque la presente
etapa de construcción del movimiento comunista requiere conquistar a la
vanguardia y todavía no a las masas; segundo, porque el sindicato se ha
convertido en un órgano más de encuadramiento de masas por parte del Estado
capitalista, y en esto —algo fundamental desde el punto de vista de la línea de
masas comunista— no se diferencia en absoluto de otros organismos, desde las
ONGs hasta las asociaciones de vecinos, pasando —¿por qué no?— por las peñas
futbolísticas, que deberán en el futuro ser objeto por igual de esa línea de masas
(y que, sin embargo, hoy quedan fuera del trabajo de los comunistas
sindicalistas, que han encontrado en el sindicato el templo donde rendir su
culto al obrero domesticado); y tercero, porque la tendencia a privilegiar el
sindicato como objeto del trabajo de masas comunista supone otorgar un estatuto
especial a la esfera laboral desde la cual se articula, supone centrar ese
trabajo en la esfera de la producción, precisamente la esfera desde la que el
capital sobredetermina la organización y la existencia de la clase obrera,
subordinándola a las necesidades de su ciclo económico, supone reducir a la
clase obrera a su faceta meramente productiva y al capitalismo exclusivamente a
su estructura económica, cuando las relaciones sociales capitalistas, en realidad,
abarcan la totalidad de la vida social, incluida la distribución, el consumo y
los diversos aspectos de la superestructura; y esa totalidad se concentra en el
plano de la política. La perspectiva productivista está en la base de aquella
tendencia economicista de algunos comunistas y a su desviación
sindicalista. Nuestro objetivo consiste, en consecuencia, en combatir esta
tendencia, fundamentalmente porque conduce al error de absolutizar la línea de
masas comunista, al establecer que siempre debe dirigirse a las grandes masas,
independientemente de la etapa de desarrollo del movimiento comunista y del
estado en que se encuentra la vanguardia; y conduce también al error de
absolutizar el concepto de masas, identificándolo con el proletariado
industrial, con el trabajador en su faceta de productor, y el ámbito de
aplicación de la línea de masas, limitándola al centro de trabajo. Combatimos,
en resumidas cuentas, el reduccionismo economicista al que quieren someter la
labor revolucionaria los falsos comunistas sindicalistas.
Los obreros conscientes deben prevenirse contra el
sindicalismo que viene, sobre todo si procede de discursos envueltos en
palabrería marxista. Los obreros conscientes deben comprender que la tarea
inmediata de la vanguardia consiste en reconstituir los principales
instrumentos de la lucha de clases proletaria: la ideología de vanguardia y la
forma superior de unión clasista, que se corresponde con el grado de desarrolla
alcanzado por esa lucha, el Partido Comunista.
Fan Shen
Notas:
(I) Lenin, V. I., La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo. Obras Completas. Ed. Progreso. Moscú, 1986. 5ª edición. Tomo 41, pág. 34.
(II) “Aquí no hay partido obrero, sólo hay radicales, conservadores y liberales, y los obreros comparten con ellos con la mayor tranquilidad del mundo las cadenas del monopolio colonial de Inglaterra y de su monopolio en el mercado mundial.” (Carta a Kautsky de 12/9/1882, en Marx, K. y Engels, F., Correspondencia. Ed. Cartago. Buenos Aires, 1973, pág. 323. Para un repaso del punto de vista de Marx y Engels sobre la relación de las naciones oprimidas y el proletariado de las naciones opresoras, vid. Lenin, El derecho de las naciones a la autodeterminación. O. C., t. 25, págs. 318-326).
(III) Vid. Lenin, Tesis para el II Congreso de la Internacional Comunista. O. C., t. 41, pág. 177.
(IV) “La situación monopolista de dicho país [Inglaterra] destacó de la ‘masa’ una ‘aristocracia obrera’ semipequeñoburguesa y oportunista. Los jefes de esta aristocracia obrera desertaban constantemente al campo de la burguesía, que los mantenía de manera directa o indirecta. Marx se granjeó el odio, que le honra, de estos canallas por haberles tildado públicamente de traidores. El imperialismo moderno (del siglo XX) ha creado una situación privilegiada, monopolista, para unos cuantos países adelantados, y sobre este terreno ha surgido en todas partes dentro de la II Internacional ese tipo de jefes-traidores, oportunistas, socialchovinistas, que defienden los intereses de su gremio, de su grupito de aristocracia obrera. Estos partidos oportunistas se han aislado de ‘las masas’, es decir, de los sectores más vastos de trabajadores, de su mayoría, de los obreros peor retribuidos. La victoria del proletariado revolucionario es imposible sin combatir este mal, sin arrancar la careta, poner en la picota y expulsar a los jefes oportunistas, socialtraidores. Tal es precisamente la política que ha aplicado la III Internacional.” (Lenin, La enfermedad infantil, pág. 26). Existe cierta desconexión entre el análisis leniniano de la estructura sociológica de la clase obrera en la época del “imperialismo moderno” (análisis importante, pero todavía ambiguo en la valoración cuantitativa del “grupito de aristocracia obrera” —aunque el diminutivo ya dice bastante sobre la apreciación que terminará predominando al respecto) y sus conclusiones políticas, conclusiones que conformarán la táctica de la Komintern. Si los “partidos oportunistas”, dirigidos por los “jefes-traidores” que defienden únicamente los intereses de la “aristocracia obrera”, se han aislado de las masas “de los obreros peor retribuidos”, con seguridad será correcto que la vanguardia luche por “arrancar la careta” de esos renegados y por ponerlos “en la picota”, pero, ¿qué significa y qué implicaciones tiene el mandato de “expulsar a los jefes oportunistas”? ¿Expulsarlos de sus propias organizaciones? ¿O insinúa Lenin que esas organizaciones son, por el contrario, organizaciones netamente proletarias que es preciso reconquistar, que se trata de los instrumentos para su lucha de clases? Entonces, ¿para qué hablar de la necesidad de una “forma superior de unión clasista de los proletarios”?, ¿para qué un partido de nuevo tipo?, ¿por qué una III Internacional enfrentada a la Internacional socialdemócrata?; entonces, ¿qué diferenciaría al leninismo del entrismo trotskista en la táctica de masas? En su afán por contrarrestar la tendencia izquierdista de abandono de toda línea de masas para la política comunista en la Komintern, Lenin exageró ciertos elementos que favorecerán a la larga las tendencias derechistas de conciliación con el oportunismo. Sin embargo, la postura más coherente con el leninismo consiste en considerar al comunismo no como una corriente dentro del partido obrero (Trotsky), sino como el verdadero partido obrero (Lenin); no como un partido más del movimiento obrero, sino como el movimiento obrero revolucionario, contrapuesto a la vez que vinculado (unidad y lucha) al movimiento obrero de resistencia.
(V) Marx, K., Salario, precio y ganancia. Ed. Ricardo Aguilera. Madrid, 1968, pág. 86.
(VI) “Los obreros empiezan a formar coaliciones contra los burgueses y actúan en común para la defensa de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes para asegurarse los medios necesarios, en previsión de estos choques eventuales. Aquí y allá la lucha estalla en sublevación. A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros.” (Marx, K. y Engels, F., Manifiesto del Partido Comunista. Ed. Progreso. Moscú, 1981, págs. 39 y 40).
(VII) Lenin, La enfermedad infantil, pág. 38.