El otoño francés

Los comunistas de hoy son prelados del pragmatismo y doctores en practicismo. En política, no hay mente más alérgica a las ideas, ni cabeza más impenetrable para los problemas teóricos que las del cuadro comunista medio actual. Nadie hubiera pensado jamás que el antecesor de este espécimen que se alimenta del polvo de marchas y manifestaciones, huelgas, firmas de convenios y charlas de café fue un adicto al polvo de los libros del British Museum. Pero da igual si el venerable y sabio maestro, por ignorado, no puede ayudar. A veces, la lección se presenta donde menos se busca. ¿Y qué mayor autoridad para el práctico que la práctica? Y es que el reciente otoño francés ha impartido la más docta lección práctica. Sobre los hechos, ha dejado fuera a los incrédulos empíricos, a los que no reconocen otra realidad que el hecho consumado. El otoño francés ha demostrado que los datos no son neutros, que es preciso definir antes el punto de vista, el criterio desde el que abordarlos, que, para la política, en el principio estaba la cosmovisión. Y como la visión del mundo del practicante empirista no sobrepasa los muros de la fábrica, la única verdad es el obrero medio, y la única actividad política posible la de ser su comparsa. Acompañándole en sus cuitas y en sus desplantes ante el patrón, siempre sin salirse del marco que delimitan los muros de la fábrica, nuestro militante del obrerismo, romántico de las grandes causas de la humanidad –mientras no desborden las estrechas fronteras de la fábrica–, aprende su oficio de dirigente y cultiva su espíritu en todos aquellos altos ideales que puedan elevarse, sin sobrepasarlo, hasta el techo de la fábrica. Tal dirigente, curtido en huelgas, en el mercadeo del regateo del convenio colectivo, en transformar la máquina en barricada cuando es menester, piensa que no necesita aprender otra cosa, que su pequeño mundo de tres dimensiones, delimitado por las paredes y el techo de la fábrica, es suficiente y le dejará preparado para cuando llegue el gran día. Mientras tanto, hay que estar ahí, a pie de calle, hombro con hombro con el obrero de uñas grasientas; mientras tanto, hay que formar parte de estas masas, de su movimiento, incorporarse a él, no quedarse fuera. El ostracismo es la muerte política. La teoría no es importante, exige esfuerzos y hábitos ajenos a ese mundo real y verdadero de la fábrica con sus tres dimensiones, su techo y sus paredes.

Pero mire usted por dónde que, de repente, los parias, los genuinos parias de la Tierra, surgen por doquier y de la nada, de un mundo remoto y desconocido, y queman la vaca sagrada del obrero de uñas sucias que daba sentido a ese pequeño mundo suyo tridimensional, con paredes y techo. De pronto, la verdad emerge en forma de odio en masa y los pequeños universos establecidos se tambalean, incluido el sistema de coordenadas del dirigente empirista. De súbito, el verdadero mundo real adquiere unas dimensiones insospechadas. De repente y por fin, los hechos, la práctica demuestra la bancarrota de los prácticos. El otoño francés ha puesto en jaque al comunista sindicalista y a la política obrerista; ha demostrado que las masas no son esos sectores instalados en el sistema a los que había que adular y cuyos intereses defender; que en estas luchas no se aprende nada, o muy poco, que sea revolucionario; que esta práctica embota las mentes y toda perspectiva con aspiraciones de comprender la realidad social de manera global. La imagen de unos revolucionarios preparando movilizaciones con los trabajadores de cuello duro a favor de los servicios públicos, contra la privatización de la Sociedad Marítima SNCM o de los ferrocarriles SNCF, o vaya usted a saber qué otra medida contra el capitalismo de Estado, mientras se estaba gestando la revuelta en las banlieues de sus ciudades, pone en evidencia la desorientación que sufre el actual movimiento comunista y la profunda crisis por la que atraviesa su política, que aún no ha salido del fondo del pozo en el que la sumergieron los factores que desencadenaron la debacle del Ciclo de Octubre. Y, en particular, los acontecimientos franceses muestran una lección práctica que ni siquiera para un práctico puede pasar desapercibida: que el comunismo dominante hoy es reaccionario, está al servicio de la aristocracia obrera y no de las masas profundas del proletariado; que esa connivencia corruptora le ha hecho perder el pulso de la sociedad, cuyos sectores más bajos, los verdaderos explotados y oprimidos, le son ajenos; que la vía de construcción comunista a partir del movimiento inmediato de resistencia económica es errónea porque impide captar las contradicciones sociales en su conjunto y, en consecuencia, elaborar una política revolucionaria adecuada a las mismas.

La consigna de ir  las masas de la III Internacional tuvo un sentido claro en su época: ir a las masas era ir al sindicato. Pero las masas ya no están en el sindicato. Ir donde están las masas ya no significa estar en el sindicato. Desde Francia, el otoño del sindicalismo y del economicismo ha llegado.