LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1905

I CENTENARIO DEL ENSAYO GENERAL DE LA REVOLUCIÓN PROLETARIA

            Hace ya un siglo, en 1905, el proletariado ruso abría las puertas hacia la gloriosa gesta de 1917, convirtiéndose en la vanguardia del proletariado internacional, y sustituyendo en ese papel a la clase obrera alemana, cuyos líderes del Partido Socialdemócrata Alemán (ese “partido revolucionario que no hace la revolución”) la habían confinado a mera pieza política (o más bien a sus sectores privilegiados) dentro del sistema de dominación y reproducción capitalista.

Hacia el estallido revolucionario

           A principios del pasado siglo, la Rusia zarista era un enorme imperio, habitado por unos 130 millones de “almas”, en su inmensa mayoría campesinos muy pobres. La reforma de 1861, que abolía la servidumbre, fruto de una componenda entre la autocracia zarista y los grandes terratenientes, lejos de haber solucionado los problemas del campesinado, había en muchos casos empeorado su desesperada situación, empobreciéndolos aún más y despojándolos de muchos terrenos de los que antes se beneficiaban, acelerando la concentración de tierras en manos de la aristocracia terrateniente. Así, y a pesar de la apertura de ciertos resquicios a la extensión de las relaciones capitalistas, la reforma no solucionó la “cuestión campesina” que continuó siendo uno de los asuntos candentes de la futura revolución rusa.

Junto a esto, a finales del siglo XIX, Rusia iniciaba, principalmente a iniciativa estatal, un rápido proceso de industrialización, que se centraba principalmente en los grandes núcleos urbanos y con una gran participación de capital extranjero (especialmente francés y británico). Una de las principales consecuencias de este proceso fue la vertebración de un creciente proletariado, cuyo número se había cuadruplicado durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, el movimiento obrero ruso con las primeras grandes huelgas que buscaban concesiones económicas, hacia 1885. Este movimiento huelguístico adquirió dimensiones crecientes y tintes políticos en los años siguientes, culminando en los sucesos de 1905.

Paralelamente, la vanguardia revolucionaria del proletariado ruso, cuyo nacimiento, por poner una fecha, podríamos cifrar en 1883 con la creación del primer círculo marxista clandestino importante (Emancipación del Trabajo), se forjaba y fogueaba en la lucha contra los elementos burgueses y oportunistas que pretendían regir la iniciativa revolucionaria del pueblo ruso.

El primero de ellos fue el populismo, que aparece en la década de 1870. Los populistas veían en el campesinado la fuerza principal de la futura revolución y, horrorizados ante los traumas y miserias sociales que supondría la introducción del capitalismo en Rusia, veían la posibilidad de transitar directamente al socialismo a través de la tradicional comunidad campesina o mir, en la que veían ya su germen. Fracasada la idea de levantar a la masa campesina (la llamada “marcha del pueblo”), la táctica por la que optaron los populistas, de los naródniki a los social-revolucionarios, fue la del terror individual para excitar los ánimos de las masas y eliminar a los representantes de la autocracia.

Para derrotar al populismo, el marxismo revolucionario encontró su primer aliado en el denominado “marxismo legal”, una corriente de pensamiento surgida en la década de 1890. Este “marxismo legal” fue la cortina ideológica que algunos sectores de la raquítica burguesía rusa utilizaron para justificarse a sí mismos, absolutizando los aspectos positivos que Marx había visto en el desarrollo del capitalismo (todo lo contrario de lo que habían hecho los populistas), usando el lenguaje de su obra pero castrando su espíritu revolucionario (P. Struve, representante de esta corriente, había llegado a decir “se puede ser marxista sin ser socialista”). No obstante, esta corriente acabaría degenerando rápidamente hacia el más descarado liberalismo.

Por su parte, los marxistas revolucionarios se habían organizado rápidamente a partir de círculos clandestinos, que se unieron en 1898 en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR).

Sin embargo, en su seno pronto surgieron nuevas divisiones. La primera fue la del “economismo”, surgido al calor de los éxitos, principalmente económicos, del movimiento huelguístico y que defendía que la clase obrera debía concentrarse en sus luchas inmediatas, dejando en un segundo plano las tareas políticas. Lenin combatió esta tendencia desde las páginas de Iskra y con su célebre obra ¿Qué hacer? (1902), en la que, además de consagrar la ideología como motor fundamental en la construcción del partido revolucionario (“sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario"), analiza los fundamentos de éste, centrándose en su aspecto principal, la organización de la vanguardia.

La segunda escisión no tardó en llegar, produciéndose en el II Congreso del POSDR (1903), en el que el partido se dividió entre bolcheviques y mencheviques. Esta división puso a la orden del día nuevas y más elevadas tareas, ya que los mencheviques, aunque no negaban la necesidad de la organización política del proletariado, consideraban, haciendo gala de una interpretación dogmática y mecánica del marxismo que identificaba hasta el extremo las tareas políticas con el sujeto que las ha de llevar a cabo, que ya que la cercana revolución era de carácter burgués, debía ser la burguesía la que llevara la iniciativa, manteniéndose el proletariado a la zaga. Los bolcheviques, por su parte, consideraban a la clase obrera como el actor principal y como el más decidido combatiente contra la autocracia. Además, entendían fundamental para el éxito de la futura revolución la alianza del proletariado con el campesinado (al que los mencheviques apenas prestaban atención, considerándolo una clase esencialmente reaccionaria). La revolución de 1905 daría la razón a los bolcheviques.

Por otro lado, poco antes del estallido revolucionario, la política expansionista rusa le explotó al zar en la cara. La expansión rusa en Extremo Oriente pronto chocó con el imperialismo japonés, el poder emergente en la zona. Las manzanas de la discordia eran Manchuria y Corea, aperitivo de la aún más suculenta China. El desdén de los generales zaristas ante los “monos” japoneses se tornó en pavor ante los sucesivos desastres militares rusos que irán jalonando la guerra desde su comienzo, en febrero de 1904. Los reveses en la guerra no podían sino redundar en las miserias que padecía el pueblo ruso (los “éxitos” huelguísticos habían conseguido reducir la jornada laboral de los obreros rusos a once horas y media), haciendo aún más insoportable la opresión autocrática.

La primera revolución rusa

A finales de diciembre de 1904, el despido de varios obreros de la gran fábrica Putilov en San Petersburgo, había provocado el inicio de una creciente ola de huelgas que se extendió por la capital. El 8 de enero [1] hay ya más de 150.000 obreros petersburgueses en huelga. En palabras de Lenin:

“Quedaron paralizados toda la industria, todo el comercio y toda la vida pública de la gigantesca urbe de millón y medio de habitantes. El proletariado demostraba con hechos que la civilización moderna está sostenida por él y sólo por él, que es su trabajo el que crea la riqueza y el lujo, que toda nuestra ‘cultura’ descansa sobre sus hombros.”[2] 

        Al día siguiente, domingo 9 de enero, el pope ortodoxo Gapón había convocado a través de su Sociedad de Obreros Fabriles Rusos de San Petersburgo, organización obrera apadrinada por la policía, una multitudinaria marcha hasta el Palacio de Invierno, residencia del zar, para entregar una petición a su “padrecito” autócrata, que incluía principalmente demandas económicas, amén de algunas reivindicaciones políticas de carácter democrático. La multitud marchó pacíficamente, portando iconos, retratos del zar y entonando himnos patrióticos y religiosos. Al llegar frente a Palacio, las tropas disolvieron la manifestación a balazos, dejando un millar de muertos y muchos más heridos. Era el “Domingo Sangriento”, el día que quebró definitivamente la ya agónica fe del pueblo ruso en su “padrecito”. Este salto puede ser simbolizado por el propio Gapón, quien, después de los sucesos, escribió:


               “Las sangrientas jornadas de enero en Petersburgo y en el resto de Rusia han hecho que se enfrentaran, cara a cara, la clase obrera     oprimida y el régimen autocrático, con el sanguinario zar a la cabeza. La gran revolución rusa ha comenzado.”[3] 

        Inmediatamente se levantaron barricadas por toda la ciudad, a la par que las masas, espontáneamente, asaltaban depósitos de armas y alimentos, teniendo lugar las primeras escaramuzas con las tropas zaristas. El malestar y las huelgas se extendieron como la pólvora, mezclándose en Polonia, el Báltico y el Cáucaso con la agitación nacionalista. Era el principio de una serie de crecientes oleadas huelguísticas que culminarían a finales de año.

       La revolución mostró el verdadero temple y los objetivos reales de las distintas clases. Confirmó las ideas bolcheviques sobre la necesidad de la dirección proletaria en la revolución democrática contra el régimen autocrático y semifeudal, contraviniendo las ideas mencheviques sobre la pusilánime burguesía liberal, dispuesta a aferrarse a cualquier espantajo parlamentario que el zar le ofreciese, como se demostrará en el mes de octubre. También dio la razón a los bolcheviques, de nuevo contra la opinión menchevique, en cuanto a que la principal reserva de la revolución la constituía el campesinado, y en la necesidad de forjar una alianza entre éste y el proletariado (Lenin, en su lucha contra los mencheviques, lanzará la consigna de “dictadura democrática del proletariado y el campesinado”). De hecho, una de las causas del fracaso revolucionario puede hallarse en la falta de coordinación entre las acciones en las ciudades y en el campo.

      La revolución fue de marcado carácter espontáneo y ninguno de los grupos que se pretendía de la revolución consiguió ponerse a su cabeza. Los social-revolucionarios se enfrascaron en una campaña de atentados individuales que, a pesar de algunos éxitos como la eliminación del gobernador general de Moscú, en julio, no consiguió enlazar con el movimiento espontáneo de masas. Los mencheviques, por su parte, se mantuvieron a la zaga de la burguesía liberal.

          Los bolcheviques, a pesar de no poder trepar hasta la cabeza del movimiento revolucionario, recibieron una importante experiencia en el trabajo de masas y en la acción política a gran escala que, junto a los enormes pasos dados ya en la constitución del partido y el consiguiente deslindamiento ideológico, les permitirían convertirse en dirección del movimiento revolucionario doce años más tarde.

        En mayo, el movimiento huelguístico se reactivó de forma ampliada. Por doquier, la multitud de huelgas dispersas de carácter económico se convertían o entrelazaban con grandes huelgas de masas de marcado signo político, a las que se sumaba el estudiantado radical. La inquietud se comenzó a extender por el campo, lo que inevitablemente afectó al ejército (compuesto en su inmensa mayoría por campesinos), produciéndose numerosos motines, desde Vladivostok a Varsovia, el más célebre y legendario de los cuales fue la sublevación en junio de la tripulación del acorazado Potemkin, de la flota del Mar Negro. Además, por estas fechas también, tuvo lugar un acontecimiento fundamental para el curso de la revolución y que acabaría suponiendo un hito en el desarrollo revolucionario de nuestra clase: la constitución del primer soviet de obreros en la gran fábrica de Ivánov-Voznesiensk, a unos 200 kilómetros al noreste de Moscú. Este órgano, instituido para representar a los obreros en sus reivindicaciones económicas, adquirirá muy pronto funciones políticas.

         El zar, que tras los sucesos del “Domingo Sangriento” había permanecido impasible, empezó a preocuparse y, en agosto, el ministro del interior, Buliguin, publicó las normas destinadas a regir una especie de parlamento o Duma. No obstante, las atribuciones de esta Duma eran tan reducidas (se la limitaba a mero órgano consultivo de las leyes que el gobierno se dignara a presentarle), y su constitución tan restrictiva (en la práctica sólo permitía la participación de un limitado número de grandes terratenientes y capitalistas), que en pleno ascenso del movimiento revolucionario, pocas fuerzas opositoras se tragaron el anzuelo. Los revolucionarios, con los bolcheviques a la cabeza, declararon el boicot a este señuelo y la "Duma de Buliguin” fue barrida por la vitalidad de los acontecimientos sin ni siquiera tener la oportunidad de reunirse.

El boicot a la “Duma de Buliguin” fue una acertadísima decisión de los revolucionarios que, al no tragarse el anzuelo parlamentario, lo que hubiera supuesto sin duda una desactivación del movimiento de masas y su encauzamiento en beneficio de la autocracia, permitió a la revolución elevarse a una nueva y superior etapa en los subsiguientes meses de otoño, donde tendrían lugar las batallas decisivas y, con la radicalización de la lucha, el desenmascaramiento de las diversas clases en pugna.
El verano trajo también el fin de la desastrosa guerra contra Japón, a pesar de lo cual, ante lo crecientemente inflamable de la situación interior, la autocracia seguía movilizando continuamente contingentes militares.
En octubre, la situación por toda Rusia es explosiva. En el campo, tras la relativa calma veraniega, los “desórdenes campesinos” reaparecen con fuerza renovada: más de 2.000 fincas, propiedad de grandes terratenientes, son pasto de las llamas, llegando incluso los campesinos a detener a los propios miembros de la policía. Incluso los zemstvos, especie de concejos electivos instituidos en 1864 y que complementaban a los órganos de poder locales, foco, hasta entonces, de cierta crítica liberal permitida, comienzan  a reclamar, como síntoma del miedo de los liberales y del abandono por parte de la burguesía del campo de la revolución, el establecimiento de la ley marcial. En 1906, y con la mitigación del movimiento proletario, la autocracia pasaría también a la ofensiva en el campo, dando órdenes expresas de “arrasar los pueblos” y “exterminar a los rebeldes”.
En el ejército sucede algo semejante y para el otoño la autocracia siente que no controla las fuerzas armadas, produciéndose numerosos motines (especialmente sangrientos en octubre en Kronstdat y Sebastopol), con el miedo de los oficiales a utilizar las tropas en la represión. No obstante, la falta de coordinación y de un profundo trabajo revolucionario entre las filas del ejército para atraerse a los elementos vacilantes, impedirán la articulación de un claro objetivo político, quedando estos motines en simples “explosiones de cólera”.
En las ciudades comienza la gran huelga política de octubre. Se inició de forma totalmente espontánea y siguió el modelo imperante durante toda la revolución; de una huelga parcial de carácter económico, la de los impresores moscovitas a finales de septiembre, se extendió a una huelga de masas con la adhesión de más capas obreras y del estudiantado (desde agosto, las universidades eran un hervidero con mítines multitudinarios en los que participaban estudiantes y obreros), que adquirió rápidamente tintes políticos democráticos, con la reivindicación de la Asamblea Constituyente. Para mediados de octubre había ya más de dos millones de obreros en huelga. El proletariado ruso aparecía por primera vez ante sí mismo y ante los ojos de la pavorosa burguesía, que se apresuró a abandonar las filas del movimiento democrático, como una fuerza dirigente y el verdadero depositario del futuro.
Al tiempo, se produjo la extensión del modelo soviético, plantándose la semilla de lo que, a partir de 1917, sería la forma de organización del proletariado en clase dominante. El soviet “organizaba a las masas obreras, dirigía huelgas y manifestaciones, armaba a los obreros y protegía a la población contra los pogromos”. El 13 de octubre de 1905 nacía el Soviet de Diputados Obreros en San Petersburgo y de allí se extiende rápidamente a otras ciudades, incluyendo Moscú, constituyéndose, en algunas de ellas, como verdaderos gobiernos provisionales.
La alarma cundió entre los círculos cortesanos y el zar se vio obligado a nombrar Primer Ministro a S. Witte, miembro del ala “liberal” de la camarilla autocrática. Witte redactó un manifiesto, firmado por el zar el 17 de octubre y conocido como “Manifiesto de Octubre”, por el que se prometía el establecimiento de una especie de constitución y de una Duma basada en el sufragio universal, y cuyo fin confeso era atajar la revolución.
La burguesía liberal, que acababa de constituir el Partido Demócrata-Constitucional (y sus miembros conocidos como kadetes), corrió, temerosa del ascenso del movimiento revolucionario, a aceptar la componenda con la autocracia, seguida a toda prisa por los mencheviques, evidenciando el acertado diagnóstico de Lenin que calificó la política de estos últimos de mero “apéndice de la burguesía liberal”.
Los bolcheviques, aunque calificaron de victoria esta conquista, no se dejaron atrapar por las ilusiones parlamentaristas de los mencheviques y, teniendo clara la trampa que este Manifiesto representaba para la revolución, llamaron al boicot a la futura Duma. No obstante, este llamamiento, a diferencia del de agosto, fracasó, en gran parte por la traición de la burguesía liberal y el seguidismo menchevique.
A partir de aquí, la cabeza de la contrarrevolución comenzó a asomar, y las Centurias Negras (bandas ultramonárquicas financiadas por la policía) empezaron a enseñorearse de la situación, poniéndose a la cabeza de numerosos pogromos antisemitas.
Witte, por su parte, combinó la política de atraerse a la burguesía liberal con la mano dura contra los obreros y a finales de noviembre ordenó la detención del soviet de San Petersburgo.
Ante la agresión gubernamental, los socialdemócratas, de acuerdo con los social-revolucionarios, llaman a la huelga general, que para los bolcheviques debía ser el preludio de una insurrección. Ante la desorganización producida por las detenciones masivas en San Petersburgo, el escenario principal de los acontecimientos pasó a Moscú, donde la inspiración mayoritaria del soviet de la ciudad era bolchevique. El 7 de diciembre, la ciudad y toda la región se encontraba paralizada por la huelga. Por momentos parece que el soviet controla la situación, pero lo espontáneo y consiguientemente muy desorganizado del movimiento le impiden ir más allá. El general Dubasov, gobernador general de Moscú, que en principio se ve obligado a mantener a la mitad de sus tropas encerradas en sus cuarteles ante la desconfianza que siente en utilizarlas contra los obreros, recibe refuerzos fiables y rápidamente lanza acciones expeditivas contra los revolucionarios. El día 9 se levantan las primeras barricadas aisladas, que al día siguiente ya se extienden por toda la ciudad. 8.000 obreros están en armas y se inician durísimos combates que causan centenares de víctimas, especialmente sangrientos en el barrio obrero de Presnia (rebautizado como Rojo Presnia tras el triunfo de la Revolución de Octubre). Sin embargo, a pesar de su valor, los obreros son superados en número y armas por las tropas zaristas que, tras una semana de combates, consiguen sofocar la insurrección. Los obreros habían combatido prácticamente solos, sin el apoyo de otras clases que constituían o habían constituido el movimiento democrático: la apatía del campesinado y la traición de la burguesía liberal permitieron a la reacción aplastar la insurrección proletaria de Moscú, a pesar de que los combates se extendieron a otras zonas localizadas (región del Báltico, Sebastopol…).
Los mencheviques mostraron su arrepentimiento por haber participado en una insurrección, en su opinión, prematura, y Plejánov “sentenció”: “no se debían haber empuñado las armas”.
Lenin se opuso tenazmente a estas conclusiones y vio la causa del fracaso en la actuación de los dirigentes, que en todo momento se habían mantenido por detrás del movimiento de masas:

“Nosotros, dirigentes del proletariado socialdemócrata, hemos hecho en diciembre como ese estratega que tenía tan absurdamente dispuestos sus regimientos, que la mayor parte de sus tropas no estaban en condiciones de participar activamente en la batalla. Las masas obreras buscaban instrucciones para operaciones activas de masas y no las encontraban.”[4]

Y, contrariamente a Plejánov, sostuvo:

“[…] lo que se debió hacer fue empuñar las armas más resueltamente, con más energía y mayor acometividad, lo que se debió hacer fue explicar a las masas la imposibilidad de una huelga puramente pacífica y la necesidad de una lucha armada intrépida e implacable. Y hoy debemos, en fin, reconocer públicamente, y proclamar bien alto, la insuficiencia de las huelgas políticas; debemos llevar a cabo la agitación entre las más grandes masas a favor de la insurrección armada sin disimular esta cuestión por medio de ningún ‘grado preliminar’, sin cubrirla con ningún velo. Ocultar a las masas la necesidad de una guerra encarnizada, sangrienta y exterminadora como tarea inmediata de la acción próxima es engañarse a sí mismo y engañar al pueblo.”[5]

No obstante, el fracaso de la insurrección de Moscú supuso el comienzo del definitivo declive de la primera revolución rusa. A partir de aquí, la autocracia se aprestó a recuperar el terreno perdido. Ésta es precisamente otra de las grandes enseñanzas que Lenin extrajo de esta experiencia revolucionaria:
 
“[…] sólo la lucha revolucionara de las masas es capaz de conseguir mejoras algo serias en la vida de los obreros y en la dirección del Estado. Ni la ‘simpatía’ hacia los obreros por parte de la gente culta ni la lucha heroica de terroristas individuales han podido minar el absolutismo zarista ni la omnipotencia de los capitalistas. Sólo la lucha de los mismos obreros, sólo la lucha conjunta de millones de hombres ha podido hacerlo, y cuando esta lucha se debilitaba, se comenzaba inmediatamente a arrebatar a los obreros lo que éstos habían conquistado…”[6]

Es decir, las reformas y las concesiones fueron un subproducto de la lucha revolucionaria que apuntaba directamente a los pilares de todo el edificio autocrático. Y ésta es también, si se nos permite traspasar el plano meramente político, una gran lección histórica de toda la experiencia revolucionaria del siglo XX (el Ciclo de Octubre), cuando todas las reformas (el tan cacareado Estado Benefactor…) no fueron sino migajas dadas por la burguesía ante un movimiento comunista aparentemente pujante que buscaba destruir todo el sistema de dominación capitalista. Esto es algo sobre lo que deberían reflexionar seria y honestamente todos aquellos que, hoy en el Estado español, autoproclamándose revolucionarios, olvidan o relegan para las calendas griegas el horizonte estratégico del Comunismo, con las tareas que nos impone, y se centran en demandas tales como la III República, etc.

El epílogo de los acontecimientos revolucionarios, a pesar de mantenerse la inquietud en el campo y de las episódicas huelgas, lo marca la convocatoria de la I y II Dumas.

La I Duma, que se extiende de mayo a julio de 1906, estuvo dominada por los kadetes y fue boicoteada por los bolcheviques. Lenin se mantuvo atento a cualquier signo de revitalización del movimiento de masas. Esta confianza en el movimiento espontáneo de masas por parte del ideólogo del  partido proletario de nuevo tipo puede resultar curiosa si obviamos que, al fin y a la postre, Lenin no dejó de educarse políticamente en el seno de la II Internacional, es decir, en la interpretación que del marxismo hicieron los dirigentes de la socialdemocracia alemana, que confiaban en el inevitabilidad del derrumbe del capitalismo “por sí mismo” y nunca se avinieron a afrontar seriamente las tareas de la revolución proletaria, lo que daba un amplio margen al espontaneísmo y al practicismo (“el movimiento lo es todo”, había dicho Bernstein). Lenin y los bolcheviques consiguieron desembarazarse, aunque nunca del todo, de algunas de estas premisas, y en función de esta ruptura, siempre incompleta, es como hay que valorar los éxitos y limitaciones del bolchevismo.

El boicot fue un fracaso y los bolcheviques ya participaron en la II Duma (marzo a junio de 1907), más polarizada por la bancarrota de los kadetes, desenmascarados ante las masas por sus tratos con la autocracia. Aquí, los bolcheviques recibieron una muy provechosa experiencia en el manejo del parlamentarismo, siempre supeditado a la agitación y a la lucha revolucionaria de masas.

La Duma fue disuelta el 3 de junio de 1907 mediante un golpe de mano del nuevo Primer Ministro Stolipin, poniendo fin definitivo a la primera revolución rusa. Como ya hemos dicho, la experiencia práctica de masas que adquirieron los bolcheviques, junto al deslindamiento ideológico y la consiguiente construcción del partido, les permitieron en octubre de 1917 colocarse, esta vez sí, a la cabeza del movimiento de masas y dirigirlo hacia la toma del Poder, hacia el inicio de la Revolución Socialista.         

Algunas reflexiones 

La revolución rusa de 1905 también nos permite establecer algunas reflexiones de candente actualidad, en vista del panorama que presentan las concepciones políticas entre los elementos de vanguardia del Estado español.

En primer lugar, la revolución de 1905 nos muestra el grado de madurez histórica alcanzado por la clase proletaria. Las masas obreras rusas no sólo fueron capaces de organizar por sí mismas sus luchas económicas, sino que fueron más allá articulando demandas de carácter político (incluso cuando la burguesía liberal, al calor de cuyo movimiento se habían engendrado las gestas proletarias decimonónicas, había abjurado de sus deberes históricos, pasando al campo de la contrarrevolución), llegando incluso a generar espontáneamente la insurrección. No obstante, llegados a este punto, el movimiento espontáneo de masas se muestra incapaz de ir más allá. Se hace obvia la necesidad del Partido, garante de la independencia política del proletariado para evitar que sus esfuerzos sean encauzados por clases antagónicas. Formado por estrategas revolucionarios, con una visión global del campo de batalla entre clases, con la revolución como horizonte y con los necesarios vínculos políticos y organizativos con las masas. De esta verdad la revolución rusa nos muestra prolijos ejemplos, tanto “negativos” (1905), como positivos (1917).

Hoy día, cuando el obrerismo y el practicismo hacen estragos entre los círculos de vanguardia, los autodenominados “comunistas” parecen olvidar esas lecciones, subestimando la capacidad de autoorganización de las masas obreras (las luchas contra los despidos o por la subida de salarios saben organizarlas los obreros solos y no pueden ser nunca la tarea principal de la vanguardia, y menos en momentos de raquitismo político como éste), arrastrándose tras su movimiento espontáneo y olvidando sus verdaderas tareas: procurarle a la clase su independencia política y volver a colocar la revolución proletaria como referencia; en una palabra, reconstituir el Partido Comunista.

Sin embargo, la experiencia histórica del proletariado ha sancionado la ideología, los principios, como el agente principal en la constitución del Partido. Y aquí nos encontramos con nuevos problemas y paralelismos con la revolución rusa.

El marxismo se encuentra siempre en un estado de permanente revolucionarización (lógico, proviniendo de su naturaleza revolucionaria, que es reflejo teórico de su capacidad de adaptación constante a una realidad que tampoco permanece estática). Su desarrollo y sus triunfos siempre han resultado de la lucha entre los que lo entendían, de una forma u otra, a modo de recetario de fórmulas acabadas y quienes lo han comprendido vivo y en movimiento. De esta “eterna” lucha entre catecúmenos y creadores (en realidad, éstos, los únicos marxistas consecuentes, los únicos revolucionarios), Lenin destaca genialmente entre los segundos. Supo aplicar este marxismo vivo a las condiciones específicas de la revolución rusa y luchó, siempre que sus consecuencias afectaban al desarrollo de esta revolución, contra esa teoría amortajada que era el marxismo de la II Internacional, y cuya expresión más acabada en Rusia eran los mencheviques. El aporte leniniano terminó por suponer para el marxismo un desarrollo de carácter universal, el marxismo-leninismo, que bien se puede centrar principalmente (no decimos que esto agote el leninismo) en torno a la cuestión del partido de nuevo tipo, habiendo visto en la dialéctica vanguardia-masas el principal mecanismo de desarrollo revolucionario de la clase obrera.

Actualmente, cuando la postración y la inanición política de la clase obrera y de sus sectores más avanzados han alcanzado niveles inauditos, sucede algo parecido. Ante esta terrible situación, ha llegado la hora de que, entre los elementos de vanguardia del proletariado, se dé una seria reflexión sobre la validez actual de muchas formulaciones e instrumentos. La Nueva Orientación surge precisamente en este contexto (por supuesto, y para los malintencionados, no queremos decir que la Nueva Orientación suponga un desarrollo del marxismo comparable al leninismo, sino que creemos que es precisamente el marxismo-leninismo aplicado a las condiciones del Ciclo de Octubre finalizado, con el comunismo en un estado de liquidación sin precedentes a todos los niveles: político, organizativo e ideológico).

El marxismo ha perdido esa posición de referencia, no sólo a nivel de las luchas obreras, sino también a amplio nivel social, que un día ocupó. Los círculos de vanguardia que actualmente, y en el mejor de los casos, se postran ante el movimiento espontáneo de las masas para intentar, desde allí, elevarlo a su posición, no comprenden este cambio fundamental, propio del final del Ciclo de Octubre. Las masas, actualmente, no entienden ni pueden entender, puesto que se han perdido los resortes culturales que un día existieron –esa posición de referencia social–, el discurso revolucionario. A su vez, la historia ha demostrado, para quien quiera verlo, que el movimiento espontáneo de la clase no genera revolución, sino más conciencia burguesa y autoafirmación del obrero como tal obrero, como engranaje del mecanismo capitalista. Para superar esta situación el obrero sigue necesitando consciencia, ideología, y proporcionársela es precisamente la tarea de la vanguardia. Sin embargo, aquí nos encontramos con un discurso que ya no vale, y no sólo por la quiebra del llamado “socialismo real”, sino porque él mismo acabó convirtiéndose en un recetario de fórmulas que la historia terminó finalmente por desgastar, de forma muy similar al doctrinarismo socialdemócrata de corte kautskiano al que tanto combatió Lenin. Y éstas son precisamente las tareas que plantea la Nueva Orientación, a saber, la reconstitución de este discurso desde la lucha vivificadora entre los sectores de vanguardia que lo restituya en esa posición de referencia y lo vuelva a convertir en un instrumento transformador válido. Así, reconstitución ideológica del comunismo como paso previo, y a la vez indisoluble, de su reconstitución política y pilar básico de toda futura edificación revolucionaria. Éstas son las tareas que tenemos planteadas, y que la Nueva Orientación pone a la orden del día, los que queremos volver a transitar por la senda que ya un día nos mostró Octubre.

Manuel Ponte

  
 

Notas


[1] Usamos para las fechas el calendario juliano, vigente en la Rusia de la época y con 13 días de retraso con respecto al gregoriano, instaurado en el país tras la Revolución de Octubre.

[2] LENIN, V. I.: Jornadas revolucionarias de 1905. Diógenes. México D. F., 1973; pág. 26.

[3] Ibídem, pág. 46.

[4] LENIN, V. I.: Enseñanzas de la revolución. R. Torres. Barcelona. 1976; pág. 14.

[5] Ibídem, págs. 14 y 15.

[6] Ibid., págs. 24 y 25.